Las
expediciones por estas tierras desconocidas para el viejo mundo, tenían como
atractivo inmediato no sólo posesiones para ensanchar los dominios de la Corona
imperial, sino las riquezas de fácil explotación que pudieran encontrarse en
ellas como era el caso de los placeres perlíferos de Cubagua o el oro que los
alquimistas de la época no habían podido lograr y que parecía prometer aquellas
tierras de cultura primitiva. El
reino estaba urgido de riquezas doradas y riquezas doradas había de veras por
donde cruzan tantos ríos y se levanta un mar de selva. La vieron los hispanos
de muestra y regalo colgando en los collares de los aborígenes o de alguna otra
manera en sus anchos, redondos y cupulosos bohíos.
Pero aquellos castellanos que no
estaban preparados para entender la lengua de naciones extrañas, desesperaban.
Picados estaban por la ambición y querían saber el origen de las pepitas
doradas, de los cochanos que los aborígenes señalaban existían en abundancia. Y
no engañaban. De cierto que oro había y ha existido siempre en la Guayana. Los naturales
no sabían explotar y trabajar el oro, simplemente lo hallaban al azar cuando
salían a recolectar cosas y frutos para el hogar. Lo hallaban destellando a la
luz del Sol cuando los ríos descendían de sus periódicas crecidas.
Si los hispanos hubieran sabido de los
placeres eluviales y aluviales y del
método que utilizan nuestros mineros actuales para extraerlos, les habría sido
fácil encontrar El Dorado, pero fantasearon demasiado y cada vez se les hizo
más imposible el Lago de Guatavita o el de la Parima. Manoa fue cada vez más
ignota y remota como el maravilloso país de los Omeguas que rutilaban con luces
amarillas a la distancia porque el oro cubría el lecho de sus ríos y de sus
lagos con arena.
Tras el espejismo de esa riqueza arcana
que costó sangre, vidas, muchas vidas y ruina, salieron hasta consumirse en el
fracaso, expediciones como la de Diego de Ordaz, Alonso de Herrera y Jerónimo
Ortal: Ambrosio Alfínger, Gonzalo Jiménez de Quesada, Sebastián Benalcalzar,
Federmann Hutter, Walter Raleigh y Antonio de Berrio.
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