Guayana,
por el Delta del Orinoco, fue la primera tierra de Venezuela vista por el
Almirante Cristóbal Colón. Ocurrió el 2 de agosto de 1498 en el tercero de un
total de cuatro viajes realizados para descubrir el nuevo mundo.
Luego de larga y penosa travesía
iniciada el 30 de mayo desde la villa de San Lúcar, el marino Alonso Pérez se
subió a la gavia el mares 31 de julio y anunció que desde la cofia del
mastelero veía tierra (era la Isla de Trinidad), lo cual provocó una explosión
de alegría y por consiguiente de “Salve Regina” rezada por toda la tripulación.
El Almirante enrumbó sus tres naves en
esa dirección a donde, según dice en carta enviada a los Reyes Católicos “Llegué
a hora de completas a un cabo a que dije de la Galea después de haber nombrado
a la isla de la Trinidad, y allí hubiera muy buen puesto si fuera hondo. Allí
tomé una pipa de agua, y con ella anduve ansi hasta llegar al cabo, y allí hallé abrigo de Levante y buen fondo y
así mandé seguir y adobar la vasija y tomar agua y leña y descender la gente a
descansar de tanto tiempo que andaba penando”.
Colón navegó toda la desembocadura del
Orinoco, desde Boca de Serpiente hasta la Boca del Dragón, inmerso en el
inusitado asombro que le producía el ruido espantoso de las aguas, de la pelea
incesante entre el agua dulce y la salada, de las hileras encrespadas de las
corrientes y de un río inconmensurable que parecía venir del infinito.
Aquel espacio como un lago entre las
costas orientales del Delta y las costas occidentales de Trinidad, lo navegó cautelosamente,
excitado y abrumado por las reflexiones místicas que le suscitaba el inefable
paisaje natural. Quería tal vez que las ninfas de las aguas o las driadas de
los manglares le aclararan sus auscultaciones: “grandes indicios son estos del
Paraíso terrenal –escribía- porque sitio es conforme a la opinión de
santos teólogos, y así mismo las señales son muy conformes que yo jamás leí ni
oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así e vecina con la salada; y de ello
ayuda la suavísima temperancia, y si de allí del Paraíso no sale, parece aún
mayor maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río grande y tan
fondo”.
El misterioso Almirante, con sus
reacciones sensoperceptivas se aproximaba inconscientemente a la verdad
mitológica de los aborígenes que crían aquellos de verdad como el Paraíso. Un
Paraíso donde aún no anidaba el infierno de la Manigua que atrae y devora a los
afiebrados buscadores de oro. Aquel Paraíso tenía a su Dios que era Amalivac,
el dios de la esperanza que llega, procrea y luego parte en una curiara hacia
el otro lado del mar dejando en la aldea el presentimiento de que volverá.
Cristóbal Colón, cerebro de aquella
insólita expedición que se asomaba por las bocas de aquel río anunciador de un
mundo misterioso y edénico, era un hombre de 47 años, nacido en la Puerta del
Olivelli, Génova, posiblemente entre el 26 de agosto y el 31 de octubre de
1451.
Su madre Susana Fontanarosa quería que
fuese tejedor como su padre el genovés Domenico Colón y aunque lo fue en un
principio como también cardador y tabernero, terminó siendo navegante o marino
por sobre todos los oficios.
Comenzó su vida de marino navegando muy
joven entre Savona y Génova y aprendió muchos secretos de su hermano Bartolomeo
Columbo cuando, según el cronista genovés Antonio Gallo, éste se instaló en
Portugal en donde, para ganarse la vida, se dedicó a confeccionar mapas para
uso de navegantes.
Todos los años salían de Lisboa
expediciones hacia las costas occidentales de África revelando tierras
continentales y pueblos desconocidos. Bartolomeo, influenciado por el estudio
de los mapas y familiarizado con las aventuras y narraciones de los navegantes,
se enteró de muchas cosas de las que informó constantemente a su hermano.
Juan Manzano, profesor de la
universidad Complutense de Madrid, publicó en 1976 “Colón y su Secreto”, un libro en el
que sostiene que el Almirante tenía conocimiento de lo que estaba más allá del
Mar Teneroso. Lo cierto es que algo sabía de ese mundo ingnoto que incluso 4
años antes de Cristo intuyó Séneca cuando cantó: “Tras luengos años verná / un siglo nuevo y dichoso / que el Océano
anchuroso / sus límites pasará /
Descubrirán nuevas tierras / Verán otro nuevo mundo / Navegando en gran
profundo / que ahora el paso nos cierra / La thula tan afamada / como el mundo
postrero / quedará en esta cerrara / por muy cercano contado”.
Algo sabía Colón que hasta aquí llegó
con afanosa terquedad, sólo que nuca supo adonde había llegado ni, con respecto
a Guayana, qué estaba más allá de sus especulaciones míticas.
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